Dibujo de un caballo en la Cueva de Lascaux, Francia
CABALLO ENTIENDE
.
No se le mueve un pelo mientras mira al hombre que viene de las casas. Las orejas dirigidas hacia adelante, la cabeza inmóvil, los ojos grandes bien abiertos.
El hombre camina para allí. El animal está quieto, atado al palenque, ensillado y pronto para salir.
Son dos las personas que se acercan. Uno es el Capataz –el caballo lo reconoce, lo ve todos los días–, el otro no sabe quién es, el animal nunca lo había visto.
Claro, como no lo conoce, lo mira con cara de pocos amigos... sí, debe ser por eso. Seguro, ve a un desconocido, una persona que no es del pago, un extraño, pues.
Al forastero le gustan los caballos, pero éste... «Quizá no haya otro disponible a esta hora, ya salió todo el personal, en fin, qué se le va a hacer.»
El hombre que se acerca duda –y eso que vivió las dos terceras partes de su vida en medio de la campaña– qué podrá pensar este caballo, ahora que lo ve caminar hacia el palenque, inseguro, con cara de desconfiado, recién bañado, ropa limpia que venía en el bolso nuevo: el aroma lo delata.
«Es el momento de encarar. Bien. Un caballo más o un caballo menos no hace la diferencia». Debe haber montado en su vida –ahora tiene treinta y dos años cumplidos– vaya a saber, más de cien caballos. No, capaz que unos cuantos más. Pueden haber sido doscientos.
¿Tantos? Más bien que no, doscientos suena como demasiado. «No lo sé, nunca me dio por llevar la cuenta desde el primero –tendría cinco años– hasta el día de hoy. Sí, capaz que son doscientos. ¡Qué me importa cuántos son o cuántos fueron! Nada que ver».
El problema no es con todos esos caballos juntos, sino con éste que está ahí, que espera y mira, que lo tiene ahí delante, que no le saca sus ojos duros y negros de encima.
Entonces, él también, se pone a mirar al caballo, tranquilamente, como si tal cosa.
«Caballo espera». Elige esa idea.
Se le acerca despacio, sin aspavientos. Le toca la nariz, le habla –oz, oz– lo acaricia, le pasa la mano por la tabla del pescuezo y por las crines. Siempre hablándole pausadamente –gou, gou, oz, gou, bien– seguro, con voz grave, nada de risas, ni de gritos.
Desabrocha el botón de cuero del cabresto, que mantenía atado el animal al palenque. Mete la punta de la correa bajo los cojinillos.
Toma las riendas –la izquierda debajo, la derecha arriba– entre los dedos de su mano izquierda, con esa misma agarra las crines largas de las cruces. En el tuse no se cortan –está bien– y se dejan largas para agarrarlas cuando uno va a montar, para que el caballo sienta que el que manda es el jinete.
Coloca el pie izquierdo en el estribo de ese lado y se ayuda con la mano derecha sobre el cojinillo. Se eleva, volea la pierna derecha y, así como viene bajando la pierna por el aire, su pie entra al estribo.
Está enhorquetado arriba del animal y nada, nada de nada, todo normal.
–¿Vio? Es un animal tranquilo. Un pingo especial para trabajar y para lo que usted lo llame en la rienda. Ya va a ver.
«El patrón dice que no le gusta cómo lo mira. No lo quiere, nunca lo ensilla. Pero, ¿sabe qué? El animal se da cuenta, ¿vio?... Bueno, ¿nos movemos?»
–Sí, claro. Nos movemos.
«Caballo es un ser especial», reconoce.
–Bueno, vamos. Hay que aprovechar la fresca de la mañana.
–Bueno, sí, nos vamos, dele.
«Caballo entiende».
____________
José María del Rey Morató: “Salvando los sueños”, antología, Edición Escritores a la Rueda, Montevideo, 2010, pp. 13-14
.
4 comentários:
excelente texto... sempre apreciei a delicadeza das relações entre um cavaleiro e sua montada.
abs
Más allá del texto de "Caballo entiende" -que yo no debo comentar- es cierto que en las relaciones entre el jinete y el caballo hay una delicadeza reconocible. Bueno, reconocible por las personas que comprenden estas cosas.
El comentario de don José Doutel Coroado habla muy bien de él, está formulado en unas pocas palabras y con todo gusto lo agradezco. Hasta pronto.
Don José María del Rey Morato, creo que cuando Dios creó el hombre, vio la necesidad de que este hombre tiene un amigo y compañero, entonces se crea el caballo, ya que no pasa por mi cabeza un gaucho sin su caballo?
Pero, ¡qué bueno! Ya me estoy imaginando el pensamiento de Yahvé: "este hombre necesita un amigo y compañero" y entonces, en seguida, creó el caballo. Decía el gran Atahualpa Yupanqui: "de poco sirve un paisano, sin caballo y en Montiel". Es lo mismo que dice don Gerson Mendes Correa: "no pasa por mi cabeza un gaucho sin su caballo". Cuando la frontera es invisible se ve claro que las ideas son las mismas. ¡Qué bueno! Y gracias.
Postar um comentário